Desorientado, Alberto Fernández terminó de oír la traducción simultánea. Frunció el ceño, en un gesto de incomodidad, y después río sonoramente. Titubeó un segundo y tomó la palabra mientras abría los brazos: ”Asombrosa esa pregunta. Me impresiona. Eh...”. Un silencio en la sala y la mirada del canciller alemán Olaf Scholz lo hicieron dudar. Hasta que se dio cuenta que la pregunta no era para él y trató de salir del paso con una broma: “Gracias a Dios no tengo que contestarla yo. Sería muy duro si yo la contestara”.