Arnaldo André necesita café para empezar. Una comida, una charla, la salida al escenario o ante las cámaras. Lo necesita. Es un atávico permiso de libertad. En San Bernardino, a unos 50 kilómetros de Asunción, se imponía el manto de la siesta, pero él y sus hermanas Finola, Irma, Chel y Mariné habían negociado la orden a cambio de absoluto silencio. Debían contenerse hasta que asomara el olor a café recién hecho, la primera señal de que los adultos finalizaban su letargo. Entonces, sí, ya se podía volver a jugar, gritar y correr.
Dos cortados y ni un sorbo al jugo de naranja durante una entrevista larga, en la vereda, frente al exZoológico, el barrio en la ciudad donde vive desde los años 60, cuando vino a conquistar sueños irrenunciables, los de un adolescente que creció rápido ante la prematura muerte del padre.